«Tú eres el Dios que me ve». (cf. Gn 16, 13).
El versículo de la Palabra de vida de este mes está tomado del libro del Génesis. Son unas palabras pronunciadas por Agar, la esclava de Sara entregada como mujer a Abrahán porque aquella no podía tener hijos y asegurar así una descendencia. Cuando Agar descubre que está encinta se siente superior a su señora. El maltrato recibido por parte de Sara la obliga más tarde a huir al desierto. Y allí precisamente tiene lugar un encuentro único entre Dios y la mujer, la cual recibe una promesa de descendencia semejante a la que Dios le había hecho a Abrahán. El hijo que nacerá se llamará Ismael, que significa «Dios ha escuchado», pues ha acogido la angustia de Agar y le ha dado una estirpe.
«Tú eres el Dios que me ve».
La reacción de Agar refleja una idea común en el mundo antiguo: que los seres humanos no pueden mantener un encuentro muy de cerca con la divinidad. Agar se queda sorprendida y agradecida de haber sobrevivido a él. Experimenta el amor de Dios precisamente en el desierto, el lugar privilegiado donde se puede experimentar un encuentro personal con Él; siente su presencia y se siente amada por un Dios que la ha «visto» en su situación dolorosa, un Dios que se preocupa por sus criaturas y las envuelve con su amor. «No es un Dios ausente, lejano, indiferente a la suerte de la humanidad, como tampoco a la suerte de cada uno de nosotros. Así lo experimentamos muchas veces. [...] Él está aquí conmigo, lo sabe todo de mí y comparte cada pensamiento, alegría o deseo mío, lleva conmigo cada preocupación y cada prueba de mi vida»[1].
«Tú eres el Dios que me ve».
Esta palabra de vida reaviva una certeza y nos conforta: nunca estamos solos en nuestro camino; Dios está ahí y nos ama. A veces, como Agar, nos sentimos «extranjeros» en esta tierra, o buscamos modos de huir de situaciones duras y dolorosas. Pero hemos de estar seguros de la presencia de Dios y de nuestra relación con Él, que nos hace libres, nos sosiega y nos permite empezar siempre de nuevo.
Esta ha sido la experiencia de P., que vivió sola durante la pandemia. Cuenta: «Desde el inicio de la clausura de toda actividad en nuestro país, estoy sola en casa. No tengo físicamente cerca a nadie con quien poder compartir esta experiencia, y procuro ocupar el día como puedo. Con el pasar de los días me siento cada vez más desanimada. Por la noche me cuesta mucho quedarme dormida. Me parece que no podré salir nunca de esta pesadilla. Pero siento fuertemente que debo encomendarme completamente a Dios y creer en su amor. No tengo dudas de su presencia, que me acompaña y me reconforta en estos meses de soledad. Me llegan pequeñas señales de los hermanos que me hacen comprender que no estoy sola. Como una vez en que estaba festejando el cumpleaños de una amiga on line y en ese momento me llegó un trozo de tarta de parte de mi vecina»,
«Tú eres el Dios que me ve».
Así, protegidos por la presencia de Dios, también nosotros podemos ser mensajeros de su amor: estamos llamados a ver las necesidades de los demás, a socorrer a nuestros hermanos en sus desiertos, a compartir sus alegrías y sus dolores. El esfuerzo consiste en mantener los ojos abiertos a la humanidad en la que estamos inmersos también nosotros.
Podemos pararnos y mostrar nuestra cercanía con quienes están buscando un sentido y una respuesta a los muchos «por qué» de la vida: familiares, amigos, conocidos, vecinos, compañeros de trabajo, personas con problemas económicos y quizá marginadas socialmente.
Podemos recordar y compartir esos momentos preciosos en los que hemos conocido el amor de Dios y hemos redescubierto el sentido de nuestra vida. Podemos afrontar juntos las dificultades y descubrir en los desiertos por los que pasamos la presencia de Dios en nuestra historia, que nos ayuda a proseguir el camino con confianza.
Patrizia Mazzola y el equipo de la Palabra de vida
[1] C. LUBICH, Palabra de vida, julio de 2006: Ciudad Nueva n. 433 (200617), p. 29.