Decir que Rosa nos ha dejado no sería correcto, al menos, no del todo. Como decía san Agustin ha cambiado de habitación y desde el otro lado seguirá cuidando de nosotros como lo hizo en vida.
Rosa fue una presencia amable, sencilla y generosa en nuestras vidas.
Su forma de amar te hacía sentir único y especial para ella. Se acordaba, incluso cuando la memoria empezaba a flaquear, de tu familia, de tu trabajo, tus problemas…
Siempre tenía preparado en su casa un café y algún dulce cuando ibamos a visitarla, y en los viajes, muchos de ellos para convivencias y aumentar la espiritualidad que le daba la vida, llevaba con ella un almacén de viandas y golosinas para regalar y cuidar a cada uno.
Amaba a su familia sin medida, sus queridísimos sobrinos y decendencia, y se daba toda…pero su familia se ensanchaba muy a lo lejos abarcando compañeros de espiritualidad, de trabajo, su comunidad, amigos, vecinos y cualquier persona que la necesitase. Daba tanto que se quedaba sin nada, pero nunca le faltó la providencia que llegaba puntualmente.
La oración y la eucaristía fueron su alimento y seguió rezando y recibiendo a Jesús hasta el último respiro. Su fe era como la del niño evangélico, tantas veces nos decía “yo cuando rezo, pido por todos vosotros y pongo vuestra cara en la oración, una por una….” Oración sencilla y profunda a la vez.
Le faltó la vista pero no le faltó la visión del cielo y de la verdadera vida, ni dudó del amor de Dios.
No se puede decir que nos ha dejado porque el amor permanece. Por eso hoy pedimos por su alma y damos gracias por su vida, y estamos seguros de que nos acompaña con su amor de madre.