Las imágenes de la
cultura bíblica, con el ritmo tranquilo de la vida nómada y el pastoreo,
parecen alejadas de nuestra exigencia diaria de eficiencia y competitividad. Y
sin embargo, a veces también hoy sentimos la necesidad de pararnos, de un lugar
donde descansar, de encontrarnos con alguien que nos acoja tal como somos.
Jesús
se presenta como aquel que está más dispuesto que ningún otro a acogernos, a
confortarnos, incluso a dar la vida por cada uno de nosotros.
En el largo pasaje del Evangelio de Juan del que está sacada esta Palabra de vida, Jesús nos asegura que Él es la presencia de Dios en la historia de cada persona, como prometió a Israel por boca de los profetas (cf. Ez 34, 24-31).
Jesús
es el pastor, el guía que conoce y ama a sus ovejas, es decir, a su pueblo
cansado y a veces desorientado. No es un extraño que ignora las necesidades del
rebaño, ni un ladrón que viene a robar, o un bandido que mata o dispersa, y
tampoco un mercenario, que solo actúa por interés.
«Yo soy el buen pastor. El buen pastor da
la vida por sus ovejas».
El
rebaño que Jesús siente como suyo lo forman ciertamente sus discípulos, todos
los que han recibido el don del bautismo, pero no solo ellos. Él conoce a cada
criatura humana, la llama por su nombre y cuida de cada uno con ternura.
Él
es el verdadero pastor, que no solo nos guía hacia la vida, no solo viene a
buscarnos cada vez que nos extraviamos (cf. Lc 15, 3-7; Mt 18, 12-14), sino que
ya dio la vida para cumplir la voluntad del Padre, que es la plena comunión
personal con Él y la reconquista de la fraternidad entre nosotros, herida de
muerte por el pecado.
Cada
uno puede tratar de reconocer la voz de Dios; oír su palabra, que le dirige
personalmente, y seguirla con confianza. Sobre todo podemos tener la certeza de
que quien nos ama, nos comprende y nos perdona incondicionalmente es aquel que
nos asegura:
«Yo soy el buen pastor. El buen pastor da la vida
por sus ovejas».
Cuando
experimentamos, al menos un poco, esta presencia silenciosa pero poderosa en
nuestra vida, se enciende en el corazón el deseo de compartirla, de acrecentar
nuestra capacidad de cuidar y acoger a los demás. A ejemplo de Jesús, podemos
tratar de conocer mejor a las personas de la familia, al compañero de trabajo o
a los vecinos, y dejar que las exigencias de quienes tenemos cerca nos saquen
de nuestra comodidad.
Podemos
desarrollar la inventiva del amor, involucrando a otros y dejándonos
involucrar. A pequeña escala, podemos contribuir a construir comunidades fraternas
y abiertas, capaces de acompañar con paciencia y resolución el camino de muchas
personas.
Meditando
sobre esta misma frase del Evangelio, Chiara Lubich escribió: «Jesús dirá
abiertamente de sí mismo: "Nadie tiene mayor amor que el que da su vida
por sus amigos" (Jn 15, 13). Y Él lleva hasta el final su
ofrecimiento. Su amor es un amor oblativo, es decir, un amor dispuesto
efectivamente a ofrecerse, a dar la vida. [...] Dios nos pide también a
nosotros [...] actos de amor que tengan la medida de su amor, al menos en la
intención y en la decisión. [...] Solo un amor así es un amor cristiano: no un
amor cualquiera, no una pátina de amor, sino un amor tan grande que pone en
juego la vida. [...] De este modo nuestra vida de cristianos dará un salto de
calidad, un gran salto de calidad. Y entonces veremos reunirse en torno a
Jesús, atraídos por su voz, a hombres y mujeres de todos los rincones de la
tierra»[1].
LETIZIA MAGRI
[1] C. LUBICH, Palabra de vida, abril
1997, en EAD., Palabras de vida/2 (1991-
2006), Ciudad Nueva, Madrid 2021, pp. xx
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