«Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36).
Al
evangelista Lucas le gusta subrayar la grandeza del amor de Dios a través de
una cualidad que, ciertamente, le parece que la describe al máximo: la misericordia.
En
las Sagradas Escrituras, este es -podríamos decir- el rasgo materno del amor de
Dios, con el cual Él cuida de sus criaturas, las conforta, las consuela, las
acoge sin cansarse nunca. Por boca del profeta Isaías, el Señor promete a su
pueblo: «Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo, y en
Jerusalén seréis consolados» (Is 66,13).
Es
un atributo que reconoce y proclama también la tradición islámica: entre los 99
Nombres más Bellos de Dios, los que más frecuentemente se repiten en los labios
del fiel musulmán son el Misericordioso y el Clemente. Esta página del
Evangelio nos presenta a Jesús ante una multitud de personas, algunas
provenientes de ciudades y regiones muy lejanas, haciendo a todos una propuesta
audaz y desconcertante: imitar a Dios precisamente en su amor misericordioso.
¡Una
meta que a nosotros nos parece casi impensable, inalcanzable!
«Sed
misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso».
Desde
la perspectiva del Evangelio, para imitar al Padre, ante todo debemos ponernos
cada día detrás de Jesús y aprender de Él a amar tomando la iniciativa, tal
como el mismo Dios hace incesantemente con nosotros. Es la experiencia
espiritual que describe el teólogo luterano Bonhoeffer (1906-1945): «Cada día
la comunidad cristiana canta: "He recibido misericordia”. He obtenido este
don incluso cuando le he cerrado el corazón a Dios, [...] cuando me he
extraviado y no encontraba el camino de regreso. Entonces ha sido la palabra
del Señor la que ha acudido a mí. Y así he comprendido: él me ama. Jesús me ha
encontrado: ha estado cerca de mí, solo Él. Me ha consolado, ha perdonado todos
mis errores y no me ha culpado del mal. Cuando yo era su enemigo y no respetaba
sus mandamientos me trató como a un amigo. [...] Me cuesta entender por qué el
Señor me ama así, por qué le soy tan querido. No puedo entender cómo ha
conseguido y ha querido ganarme el corazón con su amor; solo puedo decir:
"He recibido misericordia"»[1].
«Sed
misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso».
Esta
Palabra del Evangelio nos invita a una verdadera revolución en nuestra vida:
cada vez que nos encontremos ante una posible ofensa, podemos no tomar el
camino del rechazo, del juicio inapelable y de la venganza, sino el del perdón,
el de la misericordia.
Más
que cumplir con un deber gravoso, se trata de acoger de Jesús la posibilidad de
pasar de la muerte del egoísmo a la vida verdadera de la comunión.
Descubriremos con alegría que hemos recibido el mismo ADN del Padre, el cual no
condena a nadie definitivamente, sino que da a todos una segunda oportunidad y
abre así horizontes de esperanza.
Adoptar
esta postura también nos permitirá preparar el terreno a relaciones fraternas,
de las que puede nacer y crecer una comunidad humana orientada por fin a la
convivencia pacífica y constructiva.
«Sed
misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso».
Es
lo que sugería Chiara Lubich meditando sobre esa palabra del Evangelio de Mateo
(cf. Mt 5, 7) que proclama bienaventurados a quienes practican la misericordia:
«El tema de la misericordia y del perdón invaden todo el Evangelio. [...] Y la
misericordia es precisamente la última expresión del amor, de la caridad, la
que la cumple, es decir, la que la hace perfecta. [...] ¡Tratemos, pues, de
vivir en cada una de nuestras relaciones este amor a los demás en forma de
misericordia! La misericordia es un amor que sabe acoger a cualquier prójimo,
en especial al más pobre y necesitado. Un amor que no mide, abundante,
universal, concreto. Un amor que tiende a suscitar la reciprocidad, que es el
fin último de la misericordia, sin la cual solo habría justicia, que sirve para
crear igualdad pero no fraternidad. [...] Aunque parezca difícil y atrevido,
preguntémonos delante de cada prójimo: ¿cómo se comportaría su madre con él? Es
un pensamiento que nos ayudará a entender ya vivir según el corazón de Dios»[2].